Lástima que hayamos hecho de marzo un podio coyuntural para elogiarle su existencia de pétalo y batalla. Lástima que el homenaje de hoy no se repita en cada pulsación del almanaque.
Deberíamos cantarle en todo tiempo, no solo con palabras, no solo con ofrendas materiales por ser epicentro de la vida.
Quién podrá negar que ella es, entre todas las criaturas de este mundo, la más tierna y la menos leve, la más susceptible y la menos floja, la única capaz de saltar en un segundo de la fragilidad a la reciedumbre humana.
Vayamos a su historia para encontrarla curando las angustias, preocupada por lo grande y lo pequeño, nadando contra el oleaje del ajetreo en la casa o el trabajo, vestida con velo invisible del detalle, quebrando la rigidez del pretérito y aun del presente.
Si diéramos por sentado el mito antiquísimo que la vio saliendo de una costilla de varón, podríamos afirmar ahora que su cuna se ha propagado, afortunadamente, por nubes y alas, por cimas de redención y de no-ataduras.
Por encima de celebraciones, recuentos o de un congreso actual, pongamos su nombre sacudidor y hermoso. Con él podremos etiquetar, para siempre, la integridad mejor. No escribamos de modo ampuloso “gaviota”, “deidad” o “jardín perfecto”. Digamos solamente, tocándonos el alma, “mujer”.