Estuve en la casa de Walfrido Pérez Rodríguez solo una vez. Era un hogar de campo, sin muchas lentejuelas, situado cerca de la carretera Santa Rita-El Diamante, donde se podían escuchar los sonidos de varias especies de animales de corral, que él criaba como si saboreara la gloria.
En primera instancia, se mostró receloso, sumamente serio, como quien no quiere hablar. Pero cuando le mencioné a Camilo, su rostro pareció iluminarse y la conversación fluyó fácil, con escasas pausas.
Sí, porque Camilo Cienfuegos Gorriarán era para él como un Sol, el referente a seguir en las circunstancias de peligro o dudas. “Estuve cerca de él en la Sierra, cuando hicimos la campaña del Llano y en la invasión a Occidente”, me dijo entonces con orgullo sano.
“Fue un maestro para mucho de nosotros”, agregó mientras se recostaba a un viejo taburete, compañero de tantas noches en las que custodiaba su pequeña finca.
Walfrido no hablaba mucho de sí mismo. Prefería mencionar a otros, a pesar de haber hecho mucho por Cuba, de haberse incorporado al Ejército Rebelde en 1957 (cuando tenía 25 años) y de llegar a los grados de Comandante.
Llevaba en su espalda la cicatriz de un fragmento de granada, prueba de los numerosos combates en los que participó, como el Uvero, en el que fue uno de los héroes.
Me llamó la atención su acento campesino, como una marca de que jamás olvidó sus raíces. También me maravilló que uno de sus hijos, ayudante de él en el campo, se llamara precisamente Camilo.
No se le había pegado el dejo habanero, aunque estuvo como jefe en varias unidades militares del Occidente después del triunfo de la Revolución, ni se hinchaba por sus numerosas medallas, ni por por haber sido fundador de la FAR, institución de la que se jubiló nada menos que con los grados de coronel.
La última vez que lo vi fue el 21 de agosto de agosto de 2008, en Providencia (Bartolomé Masó), cuando se conmemoraban 50 años del inicio de la invasión de la Columna 2 a Occidente. Entonces 50 jóvenes de Granma reeditaban el suceso desde El Salto y habían hecho una parada en aquel lugar montañoso para realizar una conmovedora ceremonia. En Provindencia estaba él junto a los columnistas Eugenio Ferriol Guerra, Alejandro Oñate Cañete (Cantinflas) y Elgin Fontaine Ortiz, en un acto que presidió el Comandante de la Revolución Guillermo García Frías.
Después del acto, me acerqué con ciertas vacilaciones hasta él. Me saludó afectuoso y me dijo que el peor de los pecados sería que olvidemos nuestra historia.
Hoy ha llegado la noticia de su desaparición física, a los 92 años de edad. He recordado aquel diálogo en su casa, recordado sus virtudes y he pensado en las casualidades de la historia, porque el 26 de octubre de 1959, mientras Walfrido estaba en el Cabo de San Antonio en tareas encomendadas por su jefe, Camilo pronunció su último discurso.
Un discurso encendido, memorable, que cita los versos de Bonifacio Byrne. Y habla de los virtuosos del pueblo que, como Walfrido, ayudaron al triunfo de una Revolución que costó sangre, fuego y vida.