Una herida en la mano derecha, por donde penetró la infección y se extendió a lo largo de la gastada anatomía, provocó lo que no consiguieron las balas y las bayonetas en más de 235 combates: fulminar físicamente a Máximo Gómez Báez.
Todo comenzó por una lesión casera y un posterior viaje a Santiago de Cuba, el 25 de abril de 1905, en el que cientos de personas, en el trayecto, quisieron estrechar su diestra en señal de cariño y admiración.
De hecho, antes de partir, en la estación de ferrocarriles de La Habana, como escribió un testigo de los acontecimientos el insigne guerrero “dio estrechones de manos, vertió frases, comunicó alientos y prometió estar de vuelta para el 20 de mayo”.
Quería Gómez que su esposa, Bernarda (Manana) y sus hijas Clemencia y Margarita abrazaran a los hijos de Máximo, el otro retoño que vivía en la ciudad indómita.
“Abriga además el General una segunda intención: impugnar los planes reeleccionistas del presidente Tomás Estrada Palma y promover la candidatura presidencial del general Emilio Núñez”, escribió al respecto el respetado periodista Ciro Bianchi en su reseña Cómo murió Máximo Gómez (2010).
Lo cierto es que, ya en Santiago, donde también fue recibido con entusiasmo y saludó a unos cuantos, el dominicano-cubano sintió dolores en su diestra, luego fiebres, después malestar.
El historiador Yoel Cordoví Núñez señala en su artículo El General Máximo Gómez siempre está en la manigua, publicado en el periódico Granma (16 de junio, 2022) que en la urbe oriental llegaron a practicarle dos cirugías en la mano, que permanecía inflamada aun con el empleo de comprensas de agua boricada caliente.
Para el día 17 de mayo, como redactó Cordoví, el cuadro clínico del General se había complicado mucho “con la exacerbación de su padecimiento habitual, el asma”. Días después los médicos dispusieron el traslado urgente a la capital del país.
“En un tren especial sale hacia La Habana el ilustre paciente. Lo acompañan sus familiares, los doctores Pareda, Guimerá y Martínez Ferrer, y una enfermera, y los generales Valiente y Nodarse, del Ejército Libertador. Como el médico principal que lo asiste ha indicado que no se le lleve a su casa de la calle Galiano, que el pueblo le regaló, su hijo Urbano se ha anticipado para las gestiones pertinentes; pero el Gobierno, que vota un presupuesto para cubrir los gastos que reporte la enfermedad, alquila, para que viva o muera en ella, la residencia de 5ta. esquina a D, en el Vedado, cercana al mar, ocupada hasta poco antes por la legación alemana, y que se amuebla convenientemente”, relató Ciro Bianchi.
Poco a poco, la salud de Gómez fue empeorando, hasta llegarle a afectar el hígado, aunque, increíblemente, tuvo momentos de leve mejoría, como ocurrió el 13 de junio, en el que se dispuso a recibir a su hijo Andrés, procedente de los Estados Unidos. Se cuenta que el 17 de junio de 1905, en la mañana, se despidió de su esposa y sus hijos.
Ese día, luego de incontables visitas a la casa, entre estas la del Presidente Tomás Estrada Palma –cuentan que cuando llegó ya el paciente agonizaba-, el doctor Pereda, tras examinar el pulso del enfermo, decía unos minutos después de las seis de la tarde: “El general ha muerto”. Había fallecido de septicemia.
Luego vendrían tres días de duelo nacional, un funeral como si hubiese sido Jefe de Estado, un sepelio extraordinario, catalogado como el “más grande” de Cuba hasta ese momento.
“Junto al armón, dando guardia de honor, guardia de generales, marchan los veteranos de las guerras de independencia, los fieles compañeros que no han querido abandonarlo nunca, que mantienen su culto inalterable. Sobre el féretro duélese la espada huérfana. El eco del cañón de La Cabaña ruge un miserere formidable; la melancolía deshoja todas sus pálidas rosas, una gran congoja oprime las gargantas, y a través de la niebla de las lágrimas la muchedumbre absorta cree ver erguirse al héroe soberbio en la visión de cien combates”, narró Federico Urbach en testimonio reproducido por Yolanda Díaz Martínez, en su artículo La muerte, aparecido en Cubadebate.
Se había ido así el Generalísimo, a los 68 años y siete meses, por una herida leve. Y con una herida más grande y grave: no haber visto al país que lo acogió como un hijo verdaderamente libre.