
Hombre de energía fecundante, dinamismo y extraordinario valor, Carlos Manuel de Céspedes y del Castillo enfrentó con seriedad y firmeza patriótica las más difíciles y peligrosas situaciones. Los cincos años que llevaba como presidente del Gobierno insurrecto pusieron en evidencia ambos rasgos de su carácter.
Es digna de admiración la pujanza y dignidad con que dirigía la marcha ascendente de la guerra de liberación nacional contra la dominación española.
En el campo de la política afrontó la oposición de varios elementos atrincherados en la Cámara de Representantes, los que juzgaban los sucesos y procesos de forma subjetiva. Unas veces burlaban la Constitución y demás leyes de la República, y otras asaltaban el poder Ejecutivo para barrenar toda su actividad. Pero, enfrente, tenían a su crítico más tenaz y consecuente.
Por su rectitud con los jefes militares atrajo odios y rencores. A muchos, con muy buena fe, criticó sus desmedidas ambiciones personales, su pernicioso regionalismo, la tendencia al caudillismo, indisciplinas y hasta sus actitudes egocéntricas.
Podía hacerlo, porque no vivió en desarreglos ni en festines, sino con la moderación de los apóstoles. Era dueño de un control y un carisma que lo convertía fiel propagandista de la justicia y del orden. Pasaba por encima de las diferencias, de la pequeñeces, para entronizar el bien de la patria.
En ninguno de los casos, obró de manera impulsiva e impremeditada. No hay demostración de que en situaciones de importancia hubiera sido explosivo, prepotente y desordenado. Por el contrario, siempre ejerció el mando con inteligencia, mesura y transigencia, de los que abundan los ejemplos.
LOS SACRIFICIOS PATRIOS
Los hechos atestiguan hasta la saciedad que Céspedes aceptó como inevitable y necesario el sacrificio de su familia y de sus intereses materiales, consagrado por entero a la grandiosa obra del 10 de octubre de 1868. Varios familiares de los más allegados fueron fusilados, entre ellos su hijo, el capitán Amado Oscar, y su hermano, el brigadier Pedro María de Céspedes.
Buen conocedor de las guerras de independencia, Céspedes llevó adelante la política de destrucción de las riquezas materiales que servían de sustento al colonialismo; la liberación de los esclavos, a los que abrió el camino en un plano de igualdad; la promoción de los negros y mulatos a cargos de dirección revolucionaria; la proyección de la invasión de Oriente a Occidente y el respeto irrestricto a la Constitución y demás leyes de la República en Armas.
Sufría decepciones porque quería conquistar espíritus y todo no podía ser conquistado. De sus enemigos políticos dejó estampas memorables por su objetividad y hondura político-moral.
Además, no se habían implantado ni acatado del todo las necesarias estrategias políticas y militares que tenía trazadas para el progreso de la revolución. Ello significaba reorganización y acabar con el regionalismo y el caudillismo.
EL DRAMA DE BIJAGUAL
De las tensiones, supieron aprovecharse un grupito de legisladores. En la aventura, fueron apoyados por la espada del general Calixto García, quien ambientaba el puesto de general en jefe del Ejército Libertador. De ahí que la reunión cameral tuviera lugar en su campamento de Bijagual, antigua jurisdicción de Jiguaní. Ni quórum suficiente tenían para tan grave medida.
Ante el fenómeno que veía venir Céspedes prefirió que la iniciativa partiera del órgano legislativo, pero antes puso al tanto al Ejército Libertador y al pueblo de las condiciones prósperas en que dejaba la contienda liberadora. Él sabía lo que significaba aquel paso. Muchas son las insinuaciones que se perciben en su diario y cartas familiares de aquellos dos últimos meses, sobre todo, su preocupación sobre los desajustes, trastornos e ilegalidades que podía sufrir la correcta marcha de la política revolucionaria.
No obstante, enfrentó con franqueza, grandeza moral y humildad de espíritu la cesación de su puesto. No entraría en la historia como un apestado, lo cual es pecado mortal para cualquier dirigente revolucionario. En primer lugar, siempre puso los intereses superiores de la patria.
Un libro como En busca de San Lorenzo, de Gerardo Castellanos, es esencial para el conocimiento del drama del hombre entre Bijagual y el peñón de San Lorenzo.
El general mambí Enrique Collazo en su texto De Yara al Zanjón, efectuó un análisis imparcial del Gobierno de Céspedes, nos acerca a los desvelos del prócer. Del hecho de Bijagual realizó las consideraciones siguientes: “Verdad es que se llenaron los requisitos legales, que se respetaron los principios, tratando de anular únicamente al hombre; quedó en pie la Constitución y se salvó la disciplina militar, se cubrieron las apariencias, pero se echó al aire la semilla que, sembrada por malas manos había de germinar más tarde en Las Lagunas de Varona”.
Señalaba que la ambición, el descontento y los rencores personales se encubrieron con el respeto de la Ley y valoraba: “Con el acta de la sesión del 27 de octubre a la vista, no se sabe qué admirar más, si la pueridad de los cargos o la pasividad de Céspedes”.
Y, sin medias tintas, el militar santiaguero afirmaba en el mismo texto que la acción de la Cámara contó con la complicidad de algunos jefes militares: “Así se ve que, cuando depone a Quesada, es porque a sus espaldas está Agramonte; cuando combate a Céspedes, es porque está apoyada o empujada por Calixto García”.
No sucede lo mismo con el libro La Revolución de Yara, del patriota y cronista Fernando Figueredo Socarrás, porque distorsionó en su narración la oposición, incluso belicosa, de muchos altos jefes, ofíciales y soldados a la desacertada medida adoptada en Bijagual. De esta manera silenció una buena parte de las hazañas y sacrificios del hombre de La Demajagua. En su defensa, se ha dicho que no quería ofender ni a los mismos muertos, merecedores algunos de severos juicios, y que por patriotismo calló muchas verdades, entre estas, las auténticas causas de la deposición del primer presidente insurrecto.
EL CAMINO DE SAN LORENZO
En aquellos funestos días, Céspedes detallaba afanoso en su diario de campaña las incidencias más sustanciales de cada día, con cierta amargura, pero con una franqueza estupenda. En sus escritos, se aprecia las inquietudes, zozobras y la plena conciencia de su destino especial de morir por la causa cubana.
Este tipo de acontecimiento significó para él nuevas luchas y dificultades. Pero no le quedaba otra solución. Fue el hombre extraordinario que, cuando supuestamente el pueblo lo depuso de su cargo, supo refrenar todas las pasiones de sus parciales, para evitar la guerra civil que se veía venir en lontananza. Mostró lo que debía hacerse patriótica y cívicamente en cada momento, o mejor dicho, hacer todo lo que era posible acometer. Había respetado las leyes y eso bastaba para tranquilizar un poco su estado de ánimo.
En sus exposiciones, iba dejando claro a lo que no estaba dispuesto a consentir por la nueva administración. Sabía que la esencia de su medio era la presión política, la represión a sus actos, el desguace de su obra política y militar, el intento de desvalorarlo y la imposición de conductas contrarias a su carácter y naturaleza. Muchas de esas coerciones y mandatos le llevaron a defender sus derechos y, sobre todo, reivindicando su derecho a vivir en libertad. Su preocupación esencial seguía siendo los modos de consolidar un poder central colegiado y el avance de la guerra hacia el occidente del país.
Pero el más complejo de los asuntos históricos de Céspedes se encuentra en el triste desenlace de su vida en San Lorenzo, donde cayó víctima de la persecución de una columna española. Los integrantes del 4º Batallón de Cazadores San Quintín lo sorprendieron en la escuela que había fundado en San Lorenzo.
Para escapar de la cacería, el destino lo colocó entre unos breñales de un reciente desmonte y un barranco profundo del río Contramaestre. Cuando se observa la pendiente donde consumó su vía crucis, parado en su cúspide, se admira los esfuerzos para escapar de sus perseguidores, mientras disparaba con su revólver.
Ya en el borde del precipicio, Céspedes se volvió para disparar contra el adversario más próximo, casi encima de él, pero erró el disparo. Entonces, el sargento Felipe González Ferrer, fieramente, se le acercó peligrosamente y a boca de jarró accionó su fusil Remington contra el corazón. El cuerpo de El Libertador cayó por el barranco, de unos ocho metros de altura.
“Yo tengo audacia/ para arrostrar el viento en la floresta/ y cuando el rayo anuncia la desgracia,/ la frente suelo levantar enhiesta,/ al pálido terror mi alma no cede…” apuntó una vez en versos. Y creció su audacia, porque prefirió el desafío a no dejarse capturar vivo. En simbiosis asombrosa se unieron el monte, el coraje y el verso romántico de los que entregan su vida por un ideal.
Uno de los partes españoles, publicado en el reaccionario Diario de la Marina, La Habana, 12 de marzo de 1874, señalaba: “Se dio muerte al primer Presidente de la titulada República cubana D. Carlos Manuel de Céspedes, después de una tenaz resistencia por su parte, haciendo fuego a los que trataron de capturarle…”.
TRAS SU LEGADO
Es por eso que, al repasar las últimas notas de su diario, se percibe la entereza del patriota y su fe en la redención patria, como bellos episodios que enorgullecen los anales de la historia. Su legado infinito yace en su abundante correspondencia, en su obra periodística, en su quehacer literario, en su labor como primer magistrado de la nación.
La elocuencia y el rigor de sus alegatos han sido probados por la investigación histórica, sacando a la luz la grandeza de su espíritu y lo coloca justo en la atalaya, en la eminencia, donde resplandece en sus gloriosas decisiones.