
Viejos recuerdos, inmunes al olvido, con sabor a monte, olores a jazmín de noche y flores silvestres, resurgen con fuerza cada inicio del curso escolar en la mente de la cubana Isabel Labrada Villavicencio.
Justo en ese mes, pero 62 años atrás, dejó las comodidades del hogar y la vida en la ciudad de Bayamo, capital de la ahora provincia de Granma, para subir empinados senderos, mochila al hombro, cargada de expectativas y útiles escolares.
Fue entonces a hacerse cargo de una humilde escuelita, donde daría clases a tímidos niños, y hombres y mujeres de poco hablar, como integrante del movimiento de Maestros Voluntarios que asumieron la hermosa tarea de enseñar a leer y a escribir a los habitantes de las zonas montañosas y otros lugares de difícil acceso del país.
Figuró ella entre los más de cuatro mil jóvenes que respondieron a la convocatoria hecha el 22 de abril de 1960 por el Comandante en Jefe de la Revolución cubana Fidel Castro Ruz quien, ante las cámaras de la televisión, les pidió ayuda para “mejorar la educación de nuestro pueblo”.
El primero de septiembre de aquel año Isabel tomó las riendas de una experiencia sin par, en plena Sierra Maestra, como la maestra de la escuela 114, Terencio Walter, ubicada en el Lote Tres de Los Números, en predios del actual municipio de Guisa.
En la modesta institución multigrado permaneció hasta diciembre de 1961, cuando concluyó la gran y exitosa Campaña Nacional de Alfabetización realizada en la Isla, que llevó la luz de la enseñanza a más de 700 mil cubanos adultos iletrados.
Aunque es largo el tiempo transcurrido desde entonces, Labrada Villavicencio recordó con nostalgia y afecto “…a mis alumnos, tan buenos y calladitos al principio, comunicativos después, que me traían guineos (plátano fruta maduro) y no creían cuán grande podía ser un elefante.
Están vivos en la mente, además, las fiestas y el arbolito de fin de año adornado con cascarones de huevos, su primera montada a caballo y luego en mulo, las crecidas del río Guamá, los aguaceros microlocalizados y atravesados por arcoíris.
Evocó, de “Monga” su sabiduría e incredulidad ante la explicación sobre el espacio celeste, y las clases nocturnas a Lupercia, la conserje de la escuela; mientras entre otros residentes del barrio tampoco olvida a Evelio Álvarez, el dirigente campesino, y su primo Yito, jefe de la Milicia Serrana, ni a los bodegueros Sergio, Victorino y Eberto.
También la impactaron para siempre el único velorio que hubo en aquel caserío durante su estancia, el manantial donde una sola vez se lavó la cabeza y enfermó, y “el fricasé de lechuza que Victorino y yo comimos”.
Recuerdo mi alegría por la libertad lejos de la familia, a mis compañeros y, ¡lo más grande!: la confianza que la Revolución depositó en mí a lo largo de la Campaña de Alfabetización, enfatizó.
Concluida esa etapa de su vida, Isabel retornó a la urbe bayamesa con menos asombros y mayor entusiasmo, fue maestra primaria, profesora de secundaria básica y de la Enseñanza Técnica y Profesional, hasta completar una obra de 38 años consagrados al hermoso oficio del magisterio.
Entonces se acogió a la jubilación, pero cada comienzo del año docente, con nuevas algarabías de pañoletas y libros, revive mentalmente la experiencia de trepar empinadas lomas para enseñar a niños, hombres y mujeres, que vivían cerca de las estrellas y no conocían el mar.