
Cuando se aproxima el Día del Educador llegan a nuestras mentes tantos nombres y recuerdos como maestros tuvimos en ese transitar imprescindible por las aulas cubanas. Todos dejaron huellas en nuestras vidas, y a cada uno debemos el hermoso regalo del aprendizaje por su constancia en la tarea titánica de guiar una treintena de niños, niñas, adolescentes, jóvenes, cuyas energías desbordantes son incontenibles en las sillas o pupitres.
Algunos ciertamente señalaron esos puntos de giros que volvieron a cauce seguro y de éxito estudiantil los pasos de muchos de sus estudiantes. Otros se erigieron cual paradigmas para sueños y metas profesionales, o señalaron con su experiencia “tú tienes madera para ser…” lo que su intuición decía, y casi siempre fueron certeros.
Recuerdo cuán fascinante fue aprender las primeras poesías con Blaza, sumergirme en las historias de aquella Cuba precolombina que narraba la maestra Odalis o en la vida celular descrita por Niubis, saborear la exquisitez del idioma de Cervantes junto a Nancy, transitar las rutas geográficas de la mano de Yolanda, amedrentarme entre números y fórmulas a pesar de las peripecias motivadoras de Roberto.
También atesoro el intenso aroma de las atrevidas mezclas y experimentos químicos de Beizel, la dulzura de Yohenia, la pasión fotográfica de Carlos, la profusión léxica de Rafael, el caudal teórico inagotable de Carlos Alberto, el vuelo elocuente de Rubén y Abdiel, la exigencia de Ibrahín.
Tiene un especial lugar a quien debo el placer de decir y leer mamá: Diohilda, y la emoción de saberla protagonista de ese acto de entrega a la obra de instruir y educar durante 37 años, guiada por el precepto martiano de ir adonde va la vida, porque solo en la educación reside la fuerza definitiva para conquistar y transformar.
Cada uno en su tiempo nos entregó las llaves del mundo, al decir del Maestro, José Martí, “que son la independencia y el amor”, y añadieron ímpetus para el trayecto por nosotros mismos en las veredas de la vida, “con el paso alegre de los hombres naturales y libres”.
Quiero felicitarles, a ellos, y a todos los que de una forma u otra modelaron nuestras generaciones, más que con su intelecto, a través de ese patrón de integralidad que se esforzaron por estampar en sus alumnos desde el oficio de enseñar.
Los principios éticos de Félix Varela y de José de la Luz y Caballero, la vocación revolucionaria y patriótica de Martí, la formación científica de Enrique José Varona, articularon su didáctica y gestaron, junto a la familia y la sociedad, generaciones con alto sentido de la responsabilidad, la eticidad, creatividad, dignidad y justicia.
A preservar tales basamentos de la Pedagogía cubana están llamadas las generaciones docentes de hoy, en medio de la feroz penetración que intenta usurpar la cultura y educación recibida por herencia de estos grandes mentores y sus discípulos. A desterrar lo que vulnera la función social que les compete es la petición, para convertir las aulas en fraguas de hombres decorosos y libres, desprovistos de egoísmo y servidumbre.
Solo así podrán conquistar y merecer la gratitud de esos muchachos y muchachas que con rostros alegres y agradecidos les llamen “mi profe”, y con regocijo del deber cumplido puedan apropiarse del aforismo martiano y decirse a sí mismos con orgullo: “y me hice maestro, que es hacerme creador”.