Fue uno de los días más intensos de José Martí. No descansaba en aquellas fechas, cuando ya se había producido el levantamiento en Cuba y la guerra necesaria comenzaba a tomar vida en nuestra manigua.
Era el 25 de marzo de 1895 y el Apóstol se encontraba en Montecristi (también aparece Monte Cristi), localidad de la República Dominicana, a la que había acudido para ultimar con Máximo Gómez los preparativos del viaje a la tierra amada.
En esa fecha el viejo guerrero y el incansable intelectual firmaron el documento oficial del Partido Revolucionario Cubano, que pasaría a la historia como el Manifiesto de Montecristi.
No es un manuscrito cualquiera. Todavía parece latir por su enorme importancia. En ese documento se anunciaba al mundo que la guerra comenzada en Cuba el 24 de febrero de 1895 resultaba un suceso de gran alcance humano, no contra España sino contra su poder colonial, una batalla continuadora de las gestas pasadas en busca de la libertad, la justicia, la paz y la formación de una patria nueva.
«Los cubanos empezamos la guerra, y los cubanos y los españoles la terminaremos. No nos maltraten, y no se les maltratará. Respeten, y se les respetará. Al acero responda el acero, y la amistad a la amistad», expresaba el texto, que todos los cubanos deberíamos estudiar.
Con un estilo propio de Martí también se sentencia que la Mayor de las Antillas volvía a la guerra «con un pueblo democrático y culto, conocedor celoso de su derecho y del ajeno; o de cultura mucho mayor, en lo más humilde de él, que las masas llaneras o indias con que, a la voz de los héroes primados de la emancipación, se mudaron de hatos en naciones las silenciosas colonias de América».
Es tan grande la visión de los firmantes que el Manifiesto se refiere, además, a la República moral que ha de primar en las tierras del continente, a la necesidad de recordar siempre a los mártires de antaño, y «a la creación de un archipiélago libre donde las naciones respetuosas derramen las riquezas que a su paso han de caer sobre el crucero del mundo».
Como si fuera poco, ese 25 de marzo El Hombre de la Edad de Oro escribió tres impactantes y conmovedoras cartas. Una a su madre, Leonor Pérez, a quien le dice que «Ud. se duele, en la cólera de su amor, del sacrificio de mi vida; y ¿por qué nací de Ud. con una vida que ama el sacrificio? Palabras, no puedo. El deber de un hombre está allí donde es más útil».
Otra de las misivas va dirigida al intelectual dominicano Federico Henríquez y Carvajal, a quien asegura premonitoriamente: «Yo alzaré el mundo. Pero mi único deseo sería pegarme allí, al último tronco, al último peleador: morir callado. Para mí, ya es hora».
Y no podía faltar la epístola a su amada María Mantilla, la hija de Carmen Miyares. Dirigida a ambas, expone: «Salgo de pronto a un largo viaje, sin pluma ni tinta, ni modo de escribir en mucho tiempo. Las abrazo, las abrazo muchas veces sobre mi corazón. Una carta he de recibir siempre de Uds, y es la noticia, que me traerán el sol y las estrellas, de que no amarán en este mundo sino lo que merezca amor, —de que se me conservan generosas y sencillas—, de que jamás tendrán de amigo a quien no las iguale en mérito y pureza».
Pocos días después, el 11 de abril, Martí y Gómez desembarcarían en Playitas de Cajobabo, en la actual provincia de Guantánamo. Faltaría un mes y ocho días para la caída gloriosa del Maestro en combate. Su ejemplo y su sangre derramada en Dos Ríos aún nos iluminan y nos conmueven.