En el pueblo de Montecristi, en República Dominicana, el 25 de marzo de 1895, hace 130 años, José Martí Pérez y Máximo Gómez Báez, el Delegado del Partido Revolucionario Cubano y el General en Jefe del Ejército Libertador, respectivamente, ansiaban embarcar hacia Cuba donde recientemente había estallado la tercera guerra por la independencia, al calor de sus prédicas y orientaciones.
Martí había llegado a Montecristi desde el mes de febrero para reencontrarse con Gómez y desde allí salir hacia Cuba para dar su contribución directa a la Guerra Necesaria.
Pero antes de partir hacia la isla amada, los dos dirigentes firmaron un manifiesto, con el nombre de ese lugar, contentivo de los sentimientos y convicciones patrióticas y revolucionarias de los cubanos en armas.
Ese documento anunciaba al mundo las causas políticas, económicas y sociales de la guerra en la Isla, iniciada el 24 de febrero de ese año, para lograr su independencia absoluta y el significado de Cuba Libre en el equilibrio de América y del mundo.
Por vez primera la insurrección cubana y el proyecto de república libre y democrática contaba con una dirección política e ideológica superior, el Partido Revolucionario Cubano. Gracias a esta organización se contaba con unas fuerzas patrióticas unidas, fusionados los combatientes veteranos con los pinos nuevos y una clara proyección para evitar los males de las dos contiendas anteriores como el caudillismo, el regionalismo y las indisciplinas.
LA DECISIÓN DE VENCER O MORIR
En el contexto internacional de finales del siglo XIX pocos proyectos proclamaron con tanta claridad, como el Manifiesto de Montecristi, los principios para iniciar la guerra de liberación nacional.
Desde su comienzo declaró con agudeza política: “La revolución de independencia, iniciada en Yara después de preparación gloriosa y cruenta, ha entrado en Cuba en un nuevo período de guerra, en virtud del orden y acuerdos del Partido Revolucionario en el extranjero y en
la Isla…”
De igual modo sentó los grandes alcances del proyecto en la vida interior de la isla y para los demás pueblos. Llevó a primer plano “la ejemplar congregación en él de todos los elementos consagrados al saneamiento y emancipación del país” y luego aquilató que llegaba en hora oportuna “para bien de América y del mundo…”
No había dudas de la lucha anticolonial aparecía en el escenario como continuidad del grito de La Demajagua, ahora bajo la guía del Partido Revolucionario Cubano. No era una obra improvisada, sino bien organizada y dirigida a propósitos como la felicidad del pueblo cubano y el equilibrio aun dudoso del mundo.
El llamado esencial era a la unidad de todos los cubanos frente a la opresora metrópoli española, sin alardes ni humillación de nadie. Venía a ser, más bien, la evidencia de la capacidad y voluntad de lucha de un pueblo heroico, puesto en la disyuntiva de alcanzar la victoria o bajar al sepulcro.
Entre los muchos conceptos fundamentales que esgrimía estaban: que la guerra no sería contra el español honrado y neutral; la limpieza de todo odio; la indulgencia fraternal para con los cubanos tímidos o equivocados; su radical respeto al decoro del hombre; y su severidad sólo con el vicio, el crimen y la inhumanidad.
CUBA, UN PUEBLO CULTO Y DEMOCRÁTICO
El documento alertó sobre las sanguinarias dictaduras que, una vez alcanzada la independencia, proliferaron en América Latina, con el surgimiento de las clases explotadoras nacionales nacidas de las viejas estructuras colonialistas. Analizaba críticamente el pasado de los procesos independentistas latinoamericanos, frustrados por el caudillismo y las guerras civiles fratricidas.
Una parte del texto decía: “Cuba vuelve a la guerra con un pueblo democrático y culto, conocedor celoso de su derecho y del ajeno; o de cultura mucho mayor, en lo más humilde de él, que las masas llaneras o indias con que, a la voz de los héroes primados de la emancipación, se mudaron de hatos en naciones las silenciosas colonias de América”.
Era necesario divulgar la doctrina de la revolución para enfrentar con éxito las campañas del enemigo, que desde las primeras escaramuzas intentó confundir a las grandes masas de la población para restarle apoyo a la lucha y crear temores entre los españoles residentes en Cuba.
Era necesario desvanecer los intentos de división basados en prejuicios y mentiras.
Por eso, denunció y rechazó el racismo, el miedo al negro, factores que contribuyeron al Pacto del Zanjón y a la conclusión de la Guerra Grande. En tal sentido alertaba: “La Revolución, con su carga de mártires desmiente indignada, como desmiente la larga prueba de la emigración y de la tregua en la isla, la tacha de amenaza de la raza negra con que se quisiese inicuamente levantar por los beneficiarios del régimen de España, el miedo a la Revolución”.
En estrecha correspondencia con las tesis de la etnicidad cubana como componente sustancial de su nacionalidad, subrayaba que caminaba sin odios raciales hacia el futuro promisorio. Las relaciones sociales entre los cubanos forjaban el milagro de la unidad y la convivencia cordial, por el bien y la felicidad de todos.
“Cubanos hay ya en Cuba de uno y otro color, olvidados para siempre con la guerra emancipadora y el trabajo donde unidos se gradúan del odio en que los pudo dividir la esclavitud”, señalaban Martí y Gómez.
Y acerca de la fusión cultural de los diversos grupos étnicos apuntaban: “La novedad y aspereza de las relaciones sociales, consiguientes a la mudanza súbita del hombre ajeno en propio, son menores que la sincera estimación del cubano blanco por el alma igual, la afanosa cultura, el fervor de hombre libre, y el amable carácter de su compatriota negro”.
Además, ambos dirigentes revolucionarios rubricaron que en el pecho antillano no había odio y que el cubano saludaba en la muerte al español a quien la crueldad del ejercicio forzoso arrancó de su casa y su terruño para venir a asesinar en pechos de hombre la libertad que él mismo venía ansiando.
A la vez apuntaron, con energía y claridad, fuera de toda duda, algunos principios básicos que regiría la contienda: “Los cubanos empezamos la guerra, y los cubanos y los españoles la terminaremos. No nos maltraten, y no se les maltratara. Respeten, y se les respetará. Al acero responda el acero y la amistad a la amistad. En el pecho antillano no hay odio…”
POR EL EQUILIBRIO DEL MUNDO
El nuevo proyecto libertario no pretendía ninguna intervención militar extranjera para concluir la guerra que en aquel contexto solo podría ser la de Estados Unidos. En sus prédicas Martí y Gómez perfilaban, una y otra vez, que debía mantenerse como un conflicto entre cubanos y españoles y de nadie más.
La trascendencia mundial de la guerra de independencia de Cuba fue preocupación sistemática de ambos luchadores. La vieron como parte de la ayuda pertinente a la unidad de los países antillanos, las naciones americanas e incluso al equilibrio del orbe.
Las coordenadas fueron establecidas con precisión: “La guerra de independencia de Cuba, nudo del haz de islas donde se ha de cruzar, en plazo de pocos años, el comercio de los continentes, es suceso de gran alcance humano, y servicio oportuno que el heroísmo juicioso de las Antillas presta a la firmeza y trato justo de las naciones americanas, y al equilibrio aun vacilante del mundo”.
Cuba seguía mantenido una importancia extraordinaria para el comercio mundial no sólo por su azúcar, tabaco y minerales, entre otros recursos exportables, sino también por estratégica posición geográfica en el Golfo de México y el canal panameño.
De ahí que ambos pensadores cubanos plantearon tesis de gran hondura económica y política: “Honra y conmueve pensar que cuando cae en tierra de Cuba un guerrero de la independencia, abandonado tal vez por los pueblos incautos o indiferentes a quienes se inmola, cae por el bien mayor del hombre, la confirmación de la república moral en América, y la creación de un archipiélago libre donde las naciones respetuosas derramen las riquezas que a su paso han de caer sobre el crucero del mundo”.
Por supuesto, el Manifiesto de Montecristi formaría parte de otros documentos en los cuales se iría explicando la trayectoria de la revolución a la nueva Cuba y a las demás naciones. Había en el fondo de esta contienda “idea e interés universal, con que para el adelanto y servicio de la humanidad
LA FUERZA DELAS IDEAS
Poco tiempo después de haber elaborado y firmado el Manifiesto de Montecristi Martí y Gómez partieron hacia el calor de la guerra cubana con los objetivos de contribuir de manera directa al desarrollo de la misma.
No les resultó fácil el traslado hacia suelo cubano. Tuvieron que enfrentar varias dificultades pero, en definitiva, el 11 de abril de 1895 arribaron por Playitas de Cajobabo, en el sur oriental de la amada tierra.
La campaña militar, nueva para Martí se inició una etapa en la que sobresalió por su entereza, la afrontó con entereza digna de un espartano. A pesar de las limitaciones y el peligro de perder la vida en cualquier combate o escaramuza, de sus labios no salió una sola queja, por el contrario, recibió sus estrellas de mayor general con mucha dignidad.
En sentido general, el Apóstol se sentía bien en tierras de Guantánamo, Santiago de Cuba, Palma Soriano y Jiguaní, a causa de la tácita armonía existente entre lo que había proclamado y la heroicidad de un pueblo, con sus dirigentes al frente.
Había congruencia entre la palabra y la acción. Era en la pelea ardiente donde cada día se hacían realidad los luminosos principios contenidos en el Manifiesto de Montecristi.
A pesar de los 130 años trascurridos, el documento lumbrera de Montecristi, permanece vivo en el corazón de cada cubano y pueden ser apreciados los vaticinios de los dos grandes pensadores de la patria, quienes en sus días de luchas no solo peleaban por la liberación de Cuba, sino por el equilibrio del mundo.