
Nunca existió mejor viaje que aquel en que nos colgamos de su cuello para llegar a la esquina más cercana o para asomarnos al balcón de la vida misma.
Ir de su mano, camino a la escuela, a un juego de sueños… a un punto donde el horizonte parecía beberse al sol, era como encontrar la gloria de otro modo porque él nos transmitía paz, unida a la seguridad plena y hacía que nos entrara el orgullo por cada poro.
Si hubo un ser al que vimos gigante desde nuestros primeros pasos ese fue a él. Su estatura nacía del respeto, la autoridad, los deseos y el trabajo.
Si hubo algo que entendimos bien con el paso y el peso de los días, especialmente cuando llegaron los retoños propios, fue la virtud de un padre, quien es como un monarca único, asido a un cetro de rectitud y ternura.
Un padre es como un astro, que nos irradia para luchar contra derrotas y dudas, tropiezos o dolores. Es uno de los autores principales de nuestros triunfos y verdades.
Acostumbrados a asociarlo al consejo con su dedo, a su mirada penetrante, a su magia aun en el regaño, creemos que no se nos va a marchar, por eso su partida deja vacíos que jamás se llenan.
Un padre es verbo contra las grisuras, viento quitador de lunares, raíz en la que se desbordan, incontenibles, los afectos y el amor.