Monólogo del Pan romano

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Por Luis Carlos Frómeta Agüero | 25 octubre, 2025 |
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Guarda pan pá mayo y se pondrá viejo.   Yo.

Era una fresca mañana y no precisamente en Roma. Abrí los ojos, me estiré como gladiador recién salido de la arena y miré al cielo azul, por una de las ventanas de mi cuarto:

-El pan… el pan…-pregonaba un vendedor desde la calle.

-¡El día está bueno para comer pan! ¿Con qué? Bueno…No me cambies la conversación -me dije.

Quería comer un pan similar al preferido por el conquistador Julio César, el amante de Cleopatra que, en cada mordisco, invitaba hasta el más inexpresivo legionario, a consumirlo. ¡Oh, pan, glorioso pan!/, nuestra razón para luchar y ganar…

Si crees que el referido producto era solo harina y agua, estás más perdido que un catador de vino sin copa.

Aquello fue otro cantar. Los romanos elevaron el arte de la panadería a niveles casi celestiales, de manera que el panadero fue un oficio bien considerado, artífice de una de las principales fuentes de alimentación popular y del ejército.

Tenían pan blanco, negro, duro, blando y hasta unos que parecían piedras, antecesores del llamado “antipan”. Las panaderías eran laboratorios de experimentación culinaria, heredadas de la cultura griega. Elaboraban algunos tan grandes que, de catapultarlos en batalla, habrían conquistado más territorios que los centuriones.

Tenían métodos para fabricar levadura inimaginables. Lo que jamás pensaron fue que algún día, los actuales, disfrutaríamos de panes de masa madre, que no es lo mismo que “el pan está de madre”.

Muchos preguntaban si el verdadero enemigo de Roma eran los cartagineses o los precios abusivos, al reflexionar que, en tiempo de escasez de harina, la unidad podía costar más que un soldado. Era común escuchar, por doquier, susurros de preocupación entre los legionarios:

-Si lo como ahora, ¿qué desayunaré mañana? Aunque el verdadero asedio se producía al momento del almuerzo.

El gremio tenía sus propias normas para preservar la profesión: un Colegio oficial de panaderos, privilegiadas tierras, heredades de nivel, esclavos para asumir las tareas más duras y hasta el derecho a postularse como alcaldes o senadores.

Al final del día, mientras el sol se ponía sobre la majestuosa Roma, los vendedores ambulantes regresaban a casa agotados, roncos de tanto gritar:

-¡El pan… calentico y sabroso! El de masa, el pan de bode, el que llena. ¡Pan, parapampan, pan pan!

Nadie necesitaba un emperador cuando tenía buen trozo a mano, en tanto, en el dime que te diré prevalecía el acertijo: verde y con puntas… ¿Guanábana?…

Desde entonces proliferaron los guillerminos, tipos de dependientes que nunca devolvían el vuelto a sus clientes. Solo en el mostrador del comercio, algunas monedas de un peso, como tesoros intocables, desapercibidos por inspectores de paso.

Si hay algo que aprendimos de aquellos fabricantes del citado alimento es que, aunque a veces duro como una roca, ¡siempre será el mejor compañero!

Lo demás es cuento de camino. No dejes que el tiempo convierta al pan nuestro ¿de cada día? en un viejo verde; ¡asúmelo como pudin!, sin azúcar. Es la bofetada para quienes dicen que el pan de la bodega no tiene calidad.

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