
Mayo suele lanzarnos una trampa. Invita a colocar versos de ocasión en la almohada de la mujer que jamás creyó en los reposos del domingo, ni en horizontes rotos, ni en los ciclones arrasadores de ternuras.
Impulsa a resumir en la postal conocida una historia de desvelos gigantes por bajar una fiebre o por esperarnos a cualquier hora de la madrugada; una historia en la que no faltaron saltos a la luna cuando llegó una buena nota escolar, ni tampoco las lágrimas ante nuestros yerros-pecados.
Mayo incita a evocar dominicalmente una trayectoria cargada de inmolaciones, de gestos sacrificados para aliviar los senderos de nuestros pasos; a que busquemos el pétalo y el detalle, el abrazo y el homenaje, la reunión familiar tan deliciosa como única.
Sin embargo, la oda a una madre debe de escribirse en cada suspiro del calendario, por encima de primaveras, de días específicos. Necesita dibujar su corazón anchísimo presto al perdón siempre, su temple magnífico para no quebrarse ante la lucha contra el tiempo, su carácter para superar las pruebas del fogón agrietado a última hora, el desorden de la casa, los malabares del destino, la soledad, la incomprensión o los estereotipos de larga data.
La oda a una madre tiene que llevar la gratitud perenne por haber sido al mismo tiempo estrella y abrigo, lección y tronco. Debe contener la pulsación sincera, el calor de un beso, el encanto de lo auténtico, la emoción de saberla definitivamente eterna.