Quizás inspirados en una serie televisiva del mismo nombre, numerosas personas maduras (en flashazos) van pasando revista a sus vidas de ayer; pueden entonces aflorar la nostalgia, la dicha o melancolía y, con la evocación, viene el deseo de los reencuentros.
Después de la pausa fatídica por la pandemia de Covid 19, ahora se retoman estas reuniones de manera paulatina.
Este redactor nunca había asistido a una de ellas, pero el ambiente no daba lugar al arrepentimiento: un grupo de WhatsApp denominado Chicos del Sombrero Uno, con un similar en Facebook, Amigos del Sombrero Uno, más precisamente una treintena de personas ya no virtuales, sino de carne y hueso que estudiaron en la Escuela Secundaria Básica en el Campo Antonio Betancourt Flores, uno de los Mártires de Artemisa.
En ese lugar de la amplia llanura de Cauto Cristo, muy cerca de Bayamo, un grupo de chicos de 12 años o un poquito más se estrenaron en ver el mundo con otra mirada distinta a la de su hogar, para ver “con esos ojos asombrosos como encontrarse en la calle con uno mismo”, como sentencia el poeta mexicano Tomás Segovia.
Algo similar pasó con sus profesores, algunos solo un poco mayores, otros que les aventajaban hasta una década: todos asistían al milagro de la escuela nueva “de vergüenza, piedra y lucero”, donde se forjaría el hombre nuevo en unas instalaciones sobrias y elegantes, con campos deportivos geniales y un pasillo central pulido,al parecer hasta el infinito (y que no imaginan cuánto costaba ese bruñido y salpicado por uniformes azules de corte y elegancia ni siquiera soñados).
El sitio de confluencia era La Algarroba, de la Empresa de Alojamiento. La inicial duda, después de más de cuarenta años o casi medio siglo de separación, se expresaba con preguntas: “¿Me reconocerán?” “¿Les reconoceré?” Pero se diluyó al instante ante la alegría y el calor humanos.
Eran las mismas personas de hace cinco décadas… ¿qué cómo puede ser? Pues no hemos cambiado mucho, no somos tan distintos, quizás unas libras de más, las arrugas, pero en esencia, eran los mismos seres alegres y risueños, ahora más profundos.
La acogida emocionante rompió con toda incertidumbre y ahí mismo empezaron a desgranarse las historias, los recuerdos, el pesar por los que ya no están definitivamente y, el homenaje callado que merecen y allí les fue tributado.
Alegría mucha, principalmente porque todos se han convertido en mujeres y hombres de bien, característica fundamental de la gente nueva y porque, casi todos, realizaron estudios superiores o están en el mundo empresarial, el docente, científico o judicial… unos viajaron, otros emigraron a otras provincias o al exterior, pero la mayoría permanecen en el terruño donde también están todos sus corazones.
Juan Ramírez (para todos el Teacher, que marcaba la diferencia y les enseñaba que The professor era más “chic” o más preciso) y este servidor, Luis Morales Blanco, fuimos el dúo representante de los docentes, pero no nos dejaron sentir en minoría.
De más estaría decir que quedamos con ganas de más de “Los chicos del Sombrero uno”, tanto es así que el pacto definió un nuevo encuentro para agosto próximo.
¿Madurez? La misma que ya algunos tenían o teníamos cuando entramos en aquella escuela blanca rodeada de verdor y calor humano; alguien dijo al llegar: “¡Éramos tan jóvenes!”, “¡Todavía lo somos! Contestaron varias voces a lo largo de la tertulia.
“¡Qué se repita!”.