Rebelde de cuna

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Por Yelandi Milanés Guardia | 8 octubre, 2023 |
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Llena de historias fascinantes está la vida de Ernesto Guevara de la Serna, quien más allá de su figura histórica y mítica, fue tan humano como cualquier mortal, con la diferencia de que supo aquilatar sus cualidades personales, para convertirse en un gran hombre, y alcanzar esa dimensión a la que sólo acceden los irrepetibles.  

No obstante, su grandeza tiene raíces en el niño, adolescente y joven que fue, por ello resulta necesario conocer cómo era el Ernestico que, con el paso del tiempo, se convirtió en el legendario Che.

Cuentan que un hecho ocurrido cuando tenía dos años marcó para siempre su vida, con un padecimiento que aunque grave no le impidió desarrollarse a plenitud. El asma, ese enemigo suyo siempre al acecho, lo adquirió a la mencionada edad, cuando la madre lo llevó al club náutico.

La época no era la más acertada, los vientos y el clima frío del invierno se aproximaban. Sin embargo, la mamá no desistió de la idea de ponerlo a nadar entre sus brazos, tal imprudencia provocó que esa misma noche el niño tuviera un tremendo ataque de tos, por lo que los padres llamaron a un médico, quien les dijo que se trataba de bronquitis asmática, una incómoda compañera de viaje que lo seguiría a todas partes.

Los ataques de asma eran comunes, lo que lo obligaba a estar postrado en la cama durante largas temporadas, esto fue aprovechado por él para aprender a jugar al ajedrez y sobre todo para iniciar su amor por la lectura.

En Alta Gracia, ciudad argentina, cursó estudios primarios y practicó deportes variados, entre los que se incluía el fútbol o el golf. Era un niño que visitaba minas abandonadas, trepaba  árboles, bebía tinta, comía tiza e incluso una vez toreó una cabra. Evidentemente en esas aficiones se reflejaba su espíritu aventurero y rebelde.

Rara vez se le veía estudiar para los exámenes, aunque todos coinciden en que su agilidad mental le permitía comprender muy bien lo que se explicaba en las clases. Sus notas no fueron sorprendentes, cuestión que desconcertaba al padre, pues sabía que el hijo era inteligente, pero en ese tiempo no le llamaban mucho la atención las lecciones.

En esta etapa, también se lio a puñetazos con algunos compañeros de escuela y juegos, como cualquier menor de edad, valentía que luego fue canalizada en el uso de una lengua afilada que usaba con gran destreza en las discusiones, o en el emprendimiento de algunas aventuras riesgosas.

Luego de Alta Gracia, la familia se instaló en la cercana ciudad argentina de Córdoba, donde Ernesto (14 años) comenzó los estudios de Secundaria. En el nuevo colegio, hizo varios amigos, entre ellos su entrañable compañero Alberto Granado, quien tenía seis años más que él.

Al instalarse con la parentela en la nueva urbe, se integró al equipo de rugby de la escuela, a pesar de que sus condiciones físicas no eran las mejores, pues era bajo para la edad y delgado.

Durante estos años, se ganó varios apodos de parte de sus compañeros, como “Pelao” o “Fuser”, este último mote se lo acuñó Alberto Granado, que era una abreviación del grito de guerra de Ernesto en el rugby: ¡Cuidado, ahí viene el Furibundo Serna! Quizás, sin advertirlo, ese famoso grito de guerra que usaba con sus amigos, era el preludio de los que posteriormente usaría en las serranías cubanas, africanas y bolivianas.

 

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