El desarrollo de la Humanidad avanza hoy a ritmo tan acelerado, que resulta difícil seguir los constantes aportes de la ciencia y la técnica y retener los nombres de quienes logran, con su talento, innovaciones o descubrimientos saltos cualitativos en la sociedad. Nuevos medicamentos, vacunas, tecnologías y hasta armas de destrucción masiva nos sorprenden cada día con solo asomarnos a Internet, una de esas invenciones que más rápido se ha generalizado a nivel del planeta.
No obstante, la historia guardará siempre el nombre de aquellos que plantaron las primeras semillas de la investigación científica y legaron al mundo las bases para el desarrollo de la civilización.
Habrá que agradecer eternamente a Copérnico, Galileo, Einstein, Marie Curí, al descubridor del agente transmisor de la fiebre amarilla, al de la penicilina y al de la pólvora, entre otros, que debieron sortear escabrosos caminos para validar sus singulares teorías.
Sin embargo, la humanidad quizás no fuera lo que es, de no haber contado también con otros pequeños innovadores empeñados en facilitar el quehacer diario de los ciudadanos.
De no ser por esa legión de inventores prácticos no tendríamos hoy la rueda, el saca corchos, el cepillo, la escoba o la tasa sanitaria, entre otros muchos elementos, que por cotidianos, pasamos por alto sin pensar a quien se le ocurriría la idea primaria.
Así ocurre con el abrelatas, ese sencillo instrumento manual, cuya paternidad es hoy indescifrable entre el británico Robert Yates, en 1855, y el estadounidense Ezra Warnet, tres años más tarde, pero que facilitó la acción de abrir las latas en conserva, ideadas por Nicolás Apper y patentadas por el inglés Peter Durand en 1810.
Otro tanto sucede con el detergente, tanto en polvo, como en tabletas o líquido, que en la actualidad resulta imprescindible en las tareas de limpieza y cuyo descubrimiento tal cual lo conocemos, apenas rebasa una centuria.
Pancracio Celdrán, autor de \”El Gran Libro de la Historia de las Cosas\”, recuerda que muchos investigadores trabajaron desde el siglo XIX en la búsqueda de una sustancia jabonosa, pero su obtención a escala comercial siempre resultaba muy cara.
Solo en 1916 vio la luz en Alemania el primer detergente sintético, cuyo origen se engloba dentro de las alarmantes necesidades que sufrió la población en el transcurso de la Primera Guerra Mundial; más no fue hasta 1945 que la publicidad dio a conocer el producto y extendió su uso a escala global.
Algo similar tuvo lugar con el refresco gaseado, ese que actualmente se consume de todos los sabores, a todas las edades y en todos los países.
Pocos conocen que su primer uso llegó por prescripción médica, según describe el referido texto:
\”En 1807, el médico norteamericano, padre de la cirugía en su país, Philip Syng Physic, encargó a un químico amigo suyo la preparación de un agua carbónica para cierto paciente aquejado de dolencias estomacales. Para hacer más grato el preparado, disolvió en él un edulcorante de sabor agradable “.
El éxito del brebaje fue asombroso, pero lo difícil resultó convertir el experimento médico en un producto comercial, aunque no imposible.
Este paso le correspondió a John Mathew, en 1832, con suficiente poder económico para inventar un sistema que saturara el agua con gas carbónico.
A finales del siglo XIX la gaseosa se apoderó del mercado y siguió paso a paso su evolución en sabores y marcas hasta nuestros días.
Como los ejemplos anteriores, otros muchos concebidos por la ingeniosidad humana nos hacen hoy mucho más asequibles las actividades domésticas y cotidianas.
Quizás usted también tenga soluciones que aportar, pero sólo pasarán a la historia si logra inscribirlas en el registro de marcas y obtener una patente.