Se acaba el cuento del “guajiro macho”

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Por Osviel Castro Medel | 2 junio, 2022 |
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FOTO Rafael Martínez Arias

Pese a mensajes contra los estigmas, todavía persisten entre algunos pobladores citadinos visiones simplistas o arcaicas sobre las mujeres y hombres que viven en nuestras montañas. Los ven anclados en el pasado, como si el reloj no hubiera caminado lo suficiente.

A propósito, siempre recuerdo el despiste de un capitalino que en pleno valle del Cauto -en Bayamo por más señas- se admiraba al límite por “los grandes adelantos de estos campesinos”.

Esa visión, extendida incluso a cierta gente en apariencia “con buena instrucción”, surge seguramente del desconocimiento de nuestra geografía y especialmente del signo que gravitó sobre el campesinado cubano, visto como una simple masa de labradores y recolectores.

¿En cuántas noveletas o seriales nos los presentaron así? Casi siempre eran hombres y mujeres rodeados de palmas, helechos, con una yunta de bueyes, un jarro oxidado y un machete a la cintura. El dibujo se completaba con una guitarra ocasional, un eterno “cantaíto” y un hijo que nadaba antes de tiempo por ríos achocolatados.

De modo que las acostumbradas marcas del llamado “guajiro macho” y del “yarey en los zapatos” siguieron acompañando —ya por burla o por picardía cubana— al poblador de aquellos lares, al tiempo que, en tremenda paradoja, los lomeríos se colmaban de pupitres, tendidos eléctricos, televisores y hasta de edificios familiares, progresos vigorizados a partir del 2 de junio de 1987 con el surgimiento del Plan Turquino-Manatí.

Esas personas con una apreciación desacertada de la realidad todavía tienen la deuda de trepar lomas para oxigenar el cuerpo y tocar con el índice la transformación.

Sin dejar sus tradiciones culturales a un lado (aunque algunas sí se han perdido lamentablemente), los seres de esas colinas verdes no se parecen a los de hace unas décadas. Y no lo digo como una afirmación apologética para tapar problemas sociales, ni para esconder las necesidades a veces perentorias e increíbles que padecen algunos habitantes serranos.

Pero por razones dialécticas y lógicas es imposible desmentir que, por ejemplo, los moradores de un municipio tan atrasado antaño como Buey Arriba han cambiado hoy la mente y el espíritu después de la llegada de la Televisión Serrana (1993), única de su tipo en el país, o de la arrancada de la primera academia de ajedrez en la Sierra Maestra (2004).

Esos campesinos y los de otros municipios tienen que ser, indefectiblemente, diferentes luego de la inauguración por aquellos predios de restaurantes, salas de televisión, la llegada de la telefonía móvil…

Es imposible refutar que ahora esos niños campesinos, rodeados de varios de los adelantos que existen en cualquier ciudad y llenos de información sobre Cuba y el mundo, son menos tímidos, más propensos al debate y al diálogo.

Hoy –y apelo a un argumento recurrente, pero a veces poco entendido- esas personas de nuestras serranías no tienen que preocuparse por la posible mortandad de los “críos” al nacer ni les duele la cabeza pensando en cómo sepultar a un ser querido a orillas del mar porque la goleta hacia el pueblo más cercano con hospital no llegó.

Esas diferencias con otra época y el consiguiente acercamiento a algunos patrones de la ciudad es apreciable hasta en detalles tan simples como una fiesta.

Aunque han pasado 20 años recuerdo nítidamente, por ejemplo,  la fiesta en la comunidad de San Miguel (Buey Arriba) matizada por el baile del “reguetón” a pleno sol, con muchachas de shorts bien cortos, quienes aplicaban a sus cuerpos algunos gritos de la última moda.

El cambio sería aún más notorio si esa añeja tendencia a calentarse las venas con unos tragos bien fogosos hubiera disminuido como soñamos.

Sin embargo, ese y otros agujeros sociales desparecerán con atenciones, guerras contra la resignación, opciones recreativas y especialmente con la verdadera cultura.

 

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