
-No puedo jugar con mis amiguitos porque el coronavirus nos tiene alejados, a mi cumpleaños solo vinieron los peluches, también cuando voy para donde está mami, me manda con papá, ¡no es fácil ser un niño!
Tal declaración pudiera servir de introducción para cualquier cuento infantil, sin embargo es la historia de un niño bayamés que, como otros, vive una etapa escolar difícil por la actual pandemia.
¿Protagonistas? La madre Lily, profesora de Cultura Física; Malcolm, el padre, ginecobstetra, y el pequeño Adolfo Gabriel Malcolm Lores, alumno del primero B, en el seminternado bayamés 4 de Abril.
La vida transcurría en la normalidad para la familia Malcolm Lores: los padres marchaban al trabajo y el niño para la escuela, apenas se veían durante el día, hasta que la rutina terminó y entraron en confinamiento por la Covid-19.
Al chico le es ajeno cualquier detalle sobre la pandemia, la corta edad no le permite centrar la atención en materiales televisivos relacionados con el tema, nada comprende de este fenómeno.
La casa le resulta un recinto de monotonía, aunque en los últimos meses comparte más tiempo con sus padres, devenidos ahora maestros y amigos de juegos.
“Inicialmente, lo instruía en cómo regar las plantas, a organizar juguetes… pero nos percatamos de que necesitaba otra ejercitación y le enseñamos a jugar dama, ajedrez, a medir objetos, confeccionar títeres… hasta que se le ocurrió al padre incursionar en la juguetería artesanal y artística”, argumenta la madre.
“Alguien nos regaló un poquito de pegamento y como teníamos cartón pensamos en manualidades interesantes para el pequeño -agregó el padre- lo primero fue hacer un carro grande, le pusimos un sistema de sonido por medio de mi celular y se pasaba largas horas manejando estacionariamente.
“Buscamos en internet tutoriales y utilizando placas desechables construimos una guagua, a partir de ahí fluyeron otros vehículos, hasta completar un parque con más de 15 y un helicóptero.
“La idea nace por el deseo retenido, de haber sido un niño humilde de Bartolomé Masó, hijo número ocho y último de la familia, quien, desde la infancia, quiso tener una rastra y una guagua que nunca pudieron comprarme.
“Para mi sorpresa, la pandemia deparó lo que de pequeño soñé y, además, despertó determinadas habilidades facilitadoras del crecimiento emocional y espiritual, no solo para el niño, sino para los tres.
“Él aprendió a expresar sus emociones y a mostrar el mundo tal como lo percibe, le ayudamos a desarrollar la destreza cognitiva, importante para su futuro.
“Vivimos una experiencia interesante: enriquecimos las relaciones, Adolfo Gabriel se muestra menos rebelde, a veces no lo sentimos y cuando lo buscamos está construyendo con sus bloques de juegos o plasmando ideas sobre el papel con crayolas”, reafirma sonriente la madre.
Este estilo de vida, generado por la pandemia, lejos de cualquier misticismo, alivió las tensiones de la familia, favoreció el tiempo libre, amplió la imaginación, la creatividad y el entusiasmo colectivo, en una especie de viaje al pasado, cuyas enseñanzas serán útiles para toda la vida.