El padre que Céspedes fue

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Por Geidis Arias Peña | 16 abril, 2019 |
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Gloria de los Dolores y Carlos Manuel de Céspedes, hijos de Ana y Céspedes

El agua del río en la manigua nunca le heló tanto la piel hasta congelarle el pecho como cuando recordaba los besos inconclusos para sus pequeños o imagina sus travesuras.

Era uno de los desafíos por la independencia para Carlos Manuel de Céspedes, quien se nos ha anclado en la memoria como el Padre de todos los cubano por elegir la guerra a cambio de la vida de su “hijito” Oscar.

Sin embargo, la contienda le arrebató a Céspedes la oportunidad de aventurarse como un verdadero padre, al perder tres de sus nueves hijos en el bregar insurrecto y apenas concebir roce con los otros seis.

María del Carmen de Céspedes López y del Castillo, le regalaría los primeros sucesores, inmediato al matrimonio, celebrado en concordancia con el cumpleaños 20 de Céspedes, el 18 de abril de 1839.

El primogénito bautizado con igual nombre a su padre, el 3 de enero de 1840, heredó la estirpe insurgente al punto de alcanzar el grado de Coronel en la lucha, lo que le permitió estar al lado de su progenitor en determinados momentos e incluso en sus días finales de San Lorenzo, actual Santiago de Cuba.

No obstante, padecería la ausencia de este en los primeros años de vida como su hermana María  del Carmen, quien murió a una edad temprana sin dejar huella en la historiografía.

En el curso de aquel año, el patricio bayamés viaja a España a terminar la licenciatura en Derecho y al regresar a la tierra natal en 1842 se dedica a fomentar la cultura, a ejercer su profesión y preparar la guerra, lo que supone escaso tiempo para los infantes.

Cinco años después vendría al mundo el que marcó la moralidad e ideales, Amado Oscar, quien estudiaba en La Habana, mientras El Iniciador retumbaba  la campana del ingenio Demajagua, el 10 de octubre de 1868.

Inspirado en ese ejemplo, el joven en lo adelante se une a la contienda bélica, embarca en una expedición de Estados Unidos a Cuba, y es apresado por los españoles, quienes de inmediato ponen a Céspedes en la disyuntiva de continuar la Revolución o salvarlo.

“Oscar no es mi único hijo, lo son todos aquellos que mueran por nuestras libertades patrias”, respondió a la amenaza que cobró en 1870 la existencia del incipiente patriota, de 22 años de edad.

En su honor, nombra igual al “pino” sucesor, llegado al mundo insurrecto a los dos meses siguientes del trágico incidente, como fruto de la relación con Ana de Quesada y Loynaz, formalizada el 4 de noviembre de 1869 cuando ella tenía apenas 26 y él 50.

Escasamente pudo acariciar Céspedes al niño, que cual un pabilo de vela se apagó su vida, pues no resistió las inclemencias del tiempo y las fatigas de esos días, de constante persecución, refiere Ana en su diario.

Tras el infortunio, la Quesada queda embarazada ese mismo año, pero las circunstancias la obligan a exiliarse en Nueva York, donde da a luz el 12 de agosto de 1871 a los mellizos Carlos Manuel y Gloria de los Dolores.

Al enterarse, Céspedesle escribe de inmediato una carta a su esposa y le expresa su satisfacción: “Consuélate patriota con el nuevo mérito que has adquirido… Considero los cuidados que te rodean y siento no poder acompañarte en ellos”.

Con el paso del tiempo, el desosiego en la isla, mantiene la distancia, cada vez más sentida, entre los miembros de la familia.

“Cumplieron este mes un año nuestros queridos hijitos y aún no los he conocido ¡Ay! Tal vez no los conoceré nunca… En esa eternidad cuántos dolores”, escribe El independentista en una de las misivas para Ana.

En su empeño de ver a sus hijos, y librado del cargo de Presidente de la República en Armas, pide a la Cámara de Representantes en octubre de 1873 un pasaporte para reunirse con ellos y la esposa, pero se le niega.

Ante la fatídica noticia Céspedes, alojado en San Lorenzo, en las faldas de la Sierra Maestra, busca como amparo a su dolor enviarles a los niños mechones de su cabello, como recuerdo eterno del amor paternal.

A partir de ese momento, el destino acentuaba el presagio de no hacerlos coincidir jamás, y la mujer se encarga de que honren los ideales del padre.

El varón, se perfiló a la semejanza del patriarca. Se convirtió en abogado y se vinculó al proceso revolucionario, donde llegó a ser embajador y Secretario de Estado en el gobierno de Alfredo Zayas.

Mientras la hembra, se dedicó a recopilar las cartas y testimonios que su mamá tenía del hombre que pese a no arroparla, lo llevó en la memoria con entero orgullo, evidente en las páginas del libro Céspedes visto por los ojos de su hija.

Tanto así que no repara en el héroe sino en el ser humano de flaquezas y virtudes, que puede negar una amante pero no a sus carnales.

Al publicarse el texto, se supo de la existencia de Carmen y Manuel, al contener misivas exigentes de Ana a Céspedes por la relación con Candelaria Acosta (Cambula), a quien conoció en el central manzanillero al estallar la guerra del 68.

“Te incluyo una carta de Cambula… ella te servirá de respuesta a las informaciones que de esa infeliz te han dado… La desgraciada niñita me ama (dice refiriéndose a Carmita); yo la amo…”, escribe en respuesta a las dudas.

De ellas también debió despedirse, en plena manigua, y en el más ínfimo de los abrazos concebirían a Manuel, quien nació en 1872, al establecerse en Jamaica.

Regresaron a Cuba siete años después de la muerte de Carlos Manuel de Céspedes, de quien estos hijos no heredaron su ímpetu.

Cuentan que al percatarse la madre que el mozo no se incorporaba a las labores bélicas sintió pena y le dijo:

“Parece mentira que tú, siendo hijo de Céspedes, estés todavía aquí”, a lo que la hermana contestó: ¡Y si lo matan!, y Candelaria repuso: “Si muriera en la guerra, orgullosa me sentiría de que hubiera muerto defendiendo su patria”.

Pero ellos no serían los últimos herederos de esa fortuna insurrecta del Hombre de mármol, pues Francisco Rodríguez (1874-1921), aunque no llevó su apellido fue fruto del amorío con Francisca Rodríguez (Panchita) en San Lorenzo, donde vivió hasta el final de sus días.

El retoño, que se estableció su residencia en Palma Soriano y se dedicó al Comercio, germinó ocho meses después de  la adversidad de su padre.

Contrario a lo que imaginamos, Céspedes no solo dispuso su lujo a la guerra y subordinó sus intereses personales a los colectivos, entregó hasta el alma, rasgada por el dolor y las penas de los pesares de una guerra necesaria.

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