La calle, vacía. Ni un alma transita, solo de vez en cuando alguien con una bicicleta apurada pasa y para las orejas como queriendo escuchar los televisores, sintonizados todos en el mismo canal.

De momento, un estruendo. Los Alazanes anotaron una carrera, o dos; no sé. El edificio parece moverse con los brincos en cada planta.

Después una voz colectiva, de lamento, porque sus rivales se fueron arriba: “Vaya…” y hasta se escucha una palabra rocosa, que no vale escribir aquí.

Camina el partido y vuelven los gritos o los reproches. Algunos en los pisos más altos golpean una olla, o una lata, un objeto  no identificado-sonador.

Si los dos primeros juegos de este play off contra Matanzas hubiesen sido en el estadio Mártires de Barbados, hubiera sentido a cada instante el rugido de la afición, que suele entrar como un strike por mis persianas. Pero esta vez, por la sede neutral en Sancti Spíritus, las gradas se han mudado sobre mi cabeza y las voces en coros vienen de todos los rincones.

Cómo  voy a quejarme. A mí, que me pinto tan ecuánime, también me han brotado, como balas de cañón, exclamaciones y brincos. Y estas acciones no habituales han provocado algunos sustos a otros de la casa.

El cuadro más sublime nace cuando termina el partido: se dispara un tintinear de ollas, de palabras altas, se sienten los aficionados chocándose con tal fuerza que todavía deben dolerles las palmas de las manos.

Por estos días, según me contó un amigo, alguien, luego de una victoria de Granma, subió a una placa y comenzó a golpear el techo de zinc de un vecino. Si hubiese sido en otras circunstancias… pero ahora, por los Caballos, se perdona.

Como si no fuera poco, después de cada duelo los teléfonos no paran: Dime del juego, Qué te pareció esto y lo otro, ¿Oiste lo que dijeron de aquel? Qué locura produce la pelota, me digo. Una locura hermosa, porque conjuga desvelo con pasión y hace olvidar los tiempos embarazosos en que vivimos, una locura que ilusiona y nos mueve el alma y la cabeza.